miércoles, 2 de abril de 2014

 El sueño del Spahi, subtitulado Un soriano en la guerra civil es mi quinta novela, tercera de las publicadas. Su origen, el mismo que el de muchas otras obras, fue un sueño. Primavera del 2010, Luna de Miel en Caldes de Montbui, en casa de mi hija Belisana. Las escenas de aquel sueño corresponden, aproximadamente, al primer capítulo de esta novela, La batalla de la Horgne, donde un miliciano español se tiene que enfrentar casi en solitario a la invasión de los panzer alemanes, en el norte de Francia. Como suele sucederme, la fuerza de las imágenes y las sensaciones me forzó a profundizar en el tema. Comencé a plantearme cuestiones. ¿Cómo había llegado el miliciano allí? ¿Cuál era su pasado? Tuve la suerte de pasar aquellos días entre Caldes y Barcelona, lo que me sirvió para ambientar muchos de los episodios y escenarios en los que se desenvolvía el personaje al que acabé bautizando Anselmo, por ser este un nombre relativamente común en mi familia paterna. A medida que avanzaba en la narración, que concluí en el largo verano del 2010 en mi casa de la Antesierra soriana, los caracteres de muchas personas de mi entorno se fueron encarnando en personajes de la trama. Si Anselmo tenía cosas de mí mismo, también las tenía de mi propio padre o de otros parientes. Porque "El sueño del Spahi" tiene bastante de saga familiar. Fátima, mi esposa, mi amigo bretón Michel Ansger, o mi novia catalana de juventud, Marta, aparecen por estas páginas con sus propios nombres o muy parecidos. La novela tiene poco que ver con obras anteriores salvo, quiero creer, el mismo espíritu iconoclasta e irreverente que pone en cuestión todos los grandes principios. Anselmo tiene poco que ver, por ejemplo, con Kate Eddowes, la protagonista de mi anterior novela publicada. Pero ambos son grandes viajeros, ambos están obsesionados con el Amor y la Muerte y ambos coquetean con el Más Allá. Y también los dos se rebelan contra el "status quo", contra la sociedad injusta en la que les ha tocado vivir, el uno la pomposamente llamada "República de Trabajadores" (que masacró y encarceló a muchos más trabajadores que la anterior dictadura), la otra la clasista Inglaterra victoriana. El punto de vista de Anselmo es el de un rebelde nato que, viniendo de la pequeña burguesía, se implica en el proceso revolucionario tras vivir en primera línea (aunque entonces todavía desde la barrera) los días gloriosos de la Revolución en la Barcelona de 1936.
La guerra que nos cuenta Anselmo no es la de los tirios ni la de los troyanos, sino la del pueblo en armas que desde los primero momentos toma las riendas de su destino y se lanza a hacer la revolución social, algo para lo que llevaba entrenándose desde hacía décadas. Cuando todo ha terminado, ya en el campo de concentración de Argelés, Anselmo considera que la guerra no se perdió en abril de 1939, sino mucho antes, probablemente el mismo día que alguien decidió que había que sacrificar la revolución para defender la "legalidad republicana".
Pero no estamos ante una novela de tesis política, sino ante la evolución personal de un personaje poliédrico que trata de conciliar en sí mismo muchas pulsiones centrífugas. Sus inquietudes religiosas, su cariño por Marta, su amor/odio hacia la tierra que le vio nacer, su instinto homicida que parece avivarse con los avatares bélicos, su pasión por los animales...
En la trama principal se fueron imbricando, a medida que la novela progresaba, otros "sueños" que complementaban la acción y que dan lugar al contrapunto sobrenatural de capítulos como "Las Cuevas de la Indecisión, los Salones del Despiste" o "Alba de Aljubarrota". Así el pasado medieval de la familia Pedroviejo se presenta por sorpresa en el inconsciente debilitado por el hambre de Anselmo que pasa por sus momentos más amargos en el exilio de la Sierra Maldita.
Los escenarios son variados. Barcelona, Aragón, Madrid, la Sierra de Guadalajara, Soria, Francia...


domingo, 29 de diciembre de 2013

Para sacar este libro necesito aportaciones económicas (20€). A cambio entregaré (o enviaré) el libro numerado y firmado. También figurará una lista con los nombres de quienes han hecho posible esta idea.
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a nombre del autor indicando como concepto El sueño del spahi

También por paypal (anruizvega@hotmail.com).

miércoles, 6 de marzo de 2013


(Capítulo 4º)

(Tras la derrota del alzamiento militar en Barcelona Anselmo parte para el frente de Aragón con la Columna Durruti, posteriormente acompaña a su comandante hasta el Madrid asediado. Tras la muerte de Durruti Anselmo abandona la Columna. En breve se unirá al batallón Numancia)


Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes


            La vorágine de aquellos días en Barcelona trastoca de tal modo la sensación del tiempo en mi recuerdo que se me hace difícil por no decir imposible admitir que fue el 24 de julio, apenas cuatro días después de eliminado el último reducto faccioso, cuando sale para Aragón –y yo con ella- la primera columna confederal al mando de Farrás (como consejero militar) y de Buenaventura Durruti.
            Pero en esos cuatro días Barcelona había cambiado de piel completamente. Un fenómeno incomprensible para un foráneo como yo, por más que hubiera seguido su lucha a través de la prensa cenetista general y EL TRABAJO (órgano semanal de la Federación Comarcal de Sindicatos de Soria) en particular. Fue mucho después, en las largas conversaciones de café, ya en el invierno y la primavera de 1937, tanto con los Amigos de Durruti como con Juan García Oliver, cuando fui comprendiendo que la Revolución no había sido algo grácil y casual, sino el fruto de más de medio siglo de lucha social soterrada.
            Parece olvidarse que muchas de las huelgas emprendidas por la CNT durante la República fueron por conseguir que la patronal cumpliera la nueva legislación laboral, y no tanto por objetivos utópicos como se les ha achacado. Alguien dijo: Queríamos la jornada de seis horas, pero luchábamos todavía por la de ocho...
            La CNT polarizó la parte más combativa de la clase obrera catalana mientras que muchos miembros de los Sindicatos Libres (amarillos) se afiliaron a la UGT, que se convirtió en un contubernio de obreros cualificados -y por tanto más conservadores- y pequeños propietarios.
            La República trató a los cenetistas mucho peor que la dictadura de Primo y les persiguió con leyes especiales. La clase obrera barcelonesa, víctima del paro y de la subida de los precios, no tenía más remedio que recurrir a métodos de acción directa como las llamadas “incautaciones”. Era frecuente, por ejemplo, que una madre de familia que había agotado las provisiones de su despensa acudiera a un colmado e hiciera una compra abundante. Poco antes de ir a pagar aparecía un misterioso ladrón que le sustraía la cesta y se daba a la fuga. Naturalmente era un pariente o un amigo. Los obreros en paro entraban en los hoteles de lujo, se atiborraban de comer y beber y al llegar la cuenta confesaban su situación y se iban sin pagar por las buenas o las malas. En una ocasión se comenta que tres amigos que estaban sin trabajo se corrieron una juerga por todo lo alto en un cabaret del Paralelo y se marcharon ostensiblemente sin pagar. Generalmente los propietarios hacían la vista gorda porque de lo contrario podían ser objeto de represalias. Lo normal, sin embargo, era acudir a las cocinas de los restaurantes y exigir el plato del día. Sin pagarlo, desde luego. Otros parados se dedicaban al robo más o menos descarado, sustrayendo objetos de tiendas o escaparates que luego vendían en el mercado libre. En una ocasión se detuvo a un mecánico despedido que desmontaba tranquilamente piezas de un coche de lujo estacionado en la calle. Otra salida era la venta callejera, pero los comerciantes estantes se quejaban y la policía  perseguía a los ambulantes, decomisando la mercancía en ocasiones.
            Entre las luchas sociales anteriores al levantamiento militar fue famosa la huelga de inquilinos en protesta contra los altos alquileres. La policía desalojaba a los huelguistas pero con la ayuda de los vecinos volvían a entrar en su casa, una y otra vez, mientras la gente abucheaba o apedreaba a los policías y funcionarios encargados de los desalojos. Otros ocupaban pisos vacíos y se hacían fuertes en ellos. Cuando una familia quedaba sin hogar los vecinos la albergaban. Como modo de presión manifestaciones populares acudían a los domicilios de los arrendadores para afearles la conducta y amenazarles si volvían a repetir el desahucio.
            Durante la República (llamada pomposamente De Trabajadores) la CNT tenía tanta gente en la cárcel que no podía ayudarles con las cuotas sindicales y tuvo que recurrir al llamado Impuesto Revolucionario sobre los patronos, a quienes se amenazaba con represalias de no contribuir “voluntariamente”.
            También se instituyó un sistema de “pisos francos” donde los “revolucionarios profesionales” perseguidos podían encontrar refugio.
            La situación social de Barcelona anterior a la Revolución era pésima. En 1935 el 70% de los niños barceloneses tenían síntomas de tuberculosis. 30.000 personas vivían en la calle, en chabolas o en albergues. Sin embargo, había en Barcelona 40.000 casas vacías...
            Ya antes de la guerra la CNT mantenía una red de comedores populares, pero al llegar la Revolución se repartían bonos a los pordioseros y vagabundos, terminándose prácticamente con la mendicidad. También se distribuían a los indigentes vales para alimentos gratuitos en los almacenes sindicales. Las casas y palacios decomisados a los fascistas fugados se dedicaron a comedores populares, asilos para los ancianos, hospitales (se inauguraron 6 nuevos durante la guerra) o albergues para los sin techo.
            En pocas semanas tan sólo en Barcelona se colectivizaron 3.000 empresas...
            Se crearon guarderías para que la mujer pudiera integrarse en el mundo laboral y academias que funcionaban en las propias fábricas y empresas, para los menos formados. Sólo durante los primeros cinco meses de la Revolución se crearon 20.000 nuevas plazas escolares en Barcelona.
            Como Primera Revolución de la Era del Motor, el automóvil se democratizó. Cientos de coches lujosos fueron decomisados y eran conducidos a toda velocidad a veces por chóferes sin carné. Muchos de los semáforos quedaron destruidos en julio del 36 y ya no se repararon, de todos modos casi nadie les hacía caso. Curiosamente el índice de accidentes urbanos apenas aumentó...
            Grupos de obreros destruyeron los archivos judiciales y los de la Compañía de Tranvías de Barcelona, donde se guardaban expedientes de los obreros conflictivos.
            Con perdón para mis amigos ácratas, todo lo antedicho describe un escenario materialista-histórico de manual de marxismo-leninismo. Porque, sigo excusándome, en esa gigantesca y continuada lucha de clases la ideología –libertaria o no- jugó un papel mínimo, apenas la superestructura visible. Lo que se cocía debajo era la lucha cotidiana por la existencia de varios cientos de miles de proletarios que se hacinaban en los barrios y pueblos del extrarradio barcelonés pujando siempre –y no sólo simbólicamente- por ocupar el centro de la ciudad. Por fin lo habían conseguido.
            Tal era el poder de convocatoria de Buenaventura Durruti que las levas libertarias, todas voluntarias, superaron en tanto la capacidad de transporte que hubo necesariamente que seleccionar un grupo que debía rondar los efectivos de una división de infantería. El número de voluntarios, según algunos, podía elevarse a 150.000 hombres. Claro que de estas clasificaciones militares: compañías, batallones, regimientos, brigadas, divisiones, cuerpos de ejército... aquellos hombres no querían saber nada. Todos o casi todos habían sido soldados de cuota, conscriptos, que a la fuerza enrolan, y como tales conocían bien las miserias de la vida cuartelera y el insufrible espíritu de casta y clan de que adolecían la gran mayoría de los oficiales españoles. La Columna, en este caso la Durruti, se dividía en centurias (que venían a ser compañías) y se ignoraban, aunque pronto hubo que improvisarlos, los escalones intermedios como el batallón o el regimiento. Cada centuria se dividía en diez grupos que elegían un delegado, revocable en cualquier momento. No se admitía más que un sueldo único, aunque bastante alto para la capacidad adquisitiva de aquel entonces.
            Para poder enrolarme, en el cuartel Bakunin (antes de artillería de Pedralbes), tuve que demostrar mi cualificación militar. Por suerte había llevado a Barcelona mi carné de alférez de complemento. Por cierto bastante equívoco, pues al estar firmado por el coronel de Instrucción parecía que el titular del mismo tenía este grado. En Barcelona en aquel momento aquello pudiera haberme costado incluso la vida pero por fortuna pude explicarme y el encargado de afiliar a los milicianos me llevó ante un responsable de la columna que me interrogó brevemente. Conocía yo la jerga confederal lo suficiente como para que se me admitiera como correligionario pese a carecer de carné sindical, deficiencia que se me sugirió solventar cuanto antes. Marta me había acompañado para despedirse. Habíamos contemplado la posibilidad de que me acompañara pues eran muchas las milicianas enroladas en la Durruti pero yo me negué en redondo y ella no insistió. Reconozco que todavía me quedaban residuos de mi formación reaccionaria y patriarcal pero debo decir en mi descargo que me impulsó sobre todo el amor que sentía por Marta y lo poco acostumbrada que estaba ella a la vida al aire libre o a las rutinas castrenses. Aunque la razón de mayor peso que tuve para disuadirla fue que su decisión de acompañarme estaba basada mucho más en su pasión por mí que en el entusiasmo que sintiera por la Revolución. No voy a extenderme sobre el tema pero yo pensaba, y lo sigo pensando, que entre las numerosas virtudes del alma femenina no está la de servir a una idea, suponiendo que esa sea una virtud. En general ellas son mucho más sensatas que nosotros los hombres. Aquella sería nuestra primera separación larga pues entre unas cosas y otras no pude regresar a Barcelona antes de pasados seis meses pero aquella ausencia, como las que por desgracia vinieron después, sirvieron para que nuestra relación pasara del puro apasionamiento carnal que la había cimentado a algo mucho más espiritual y completo. El sufrimiento suele el crisol donde se funden almas que, como las nuestras, estaban destinadas a arder verticalmente enlazadas por la misma llama...
            Al teniente coronel Jiménez de la Beraza el gobierno de la República le encargó redactar un informe sobre lo que estaba pasando en Barcelona (colectivizaciones, nacimiento de las milicias, ocupación de propiedades, patrullas de control, etc.). Beraza sintetizó su opinión en estas breves palabras: No toquen nada, es un caos, pero funciona[1]... Esa era exactamente la sensación. Todo estaba sucediendo muy deprisa, quizá porque, como diría pocas semanas después Buenaventura Durruti al corresponsal de un periódico canadiense, nosotros llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones, es decir, que ese mundo llevaba ya mucho tiempo incubándose y a lo que asistíamos era a su eclosión. Nada menos.
            La larga espera hasta que se fue formando la columna se me pasó charlando con mis nuevos compañeros y despidiéndome de Marta que estaba inconsolable y todavía insistía en acompañarme. Tengo imágenes como de caleidoscopio o mejor dicho de zootropo, donde se superponen la cara de Marta llena de lagrimones ya resecos y su manita agitando un pañuelo rojinegro y esa misma imagen que se va haciendo pequeña pequeña mientras quedan atrás los cuarteles y avanzamos por la ancha avenida que nos lleva fuera de Barcelona. Y están esas multitudes que nos saludan puño en alto o con las manos entrelazadas sobre la cabeza formando el saludo confederal, y esas mil y una banderas de la CNT o las negras de la FAI o la FIJL y las bandas improvisadas que tocan A las barricadas, Hijos del Pueblo o Arroja la bomba, acompañadas por miles de gargantas ya roncas por haber estado cantando y coreando consignas los últimos días.
            Y qué decir de los vehículos, heteróclita colección de coches, autobuses y camiones requisados a toda prisa, algunos rudimentariamente “blindados” con palastro naval de 8 mm, que ni siquiera podía parar las balas de máuser si no era con la ayuda de un colchón que las amortiguaba cuando habían atravesado el “blindaje”. Todos repletos hasta la bandera muy por encima de su carga útil, que incluía a veces ametralladoras y hasta cañones de campaña montados en las cajas de los camiones en vez de ser arrastrados como sería lo lógico. Por lo visto costaba menos subir el cañón arriba que soldar al camión un acople para la cureña. Todo aquel parque móvil iba pintarrajeado con letreros en blanco o rojo con las siglas CNT, FAI, FIJL o UHP (el lema de la Revolución de Asturias de 1934: Uníos Hermanos Proletarios) y para mí tenía un aire muy familiar. Porque yo había asistido a muchas paradas semejantes, por no decir idénticas: jóvenes con pañuelo al cuello y bota en bandolera subidos en las cajas de camiones decorados con lemas báquicos cantando canciones a voz en grito... Es decir, la salida para el monte de la comitiva festera en las Fiestas de Calderas de Soria, cada Solsticio de Verano. Comitiva que, para más señas, pasaba puntualmente bajo el balcón de la casa patriarcal, lo mismo que pasaban las procesiones de la Semana Santa o del Corpus y que yo contemplaba desde que era muy niño. Recuerdo que tras el desfile de las cuadrillas vecinales venían las peñas juveniles, más alborotadoras, y en mi familia todos las saludaban al grito de ¡Ahí vienen las peñas! Y yo me ponía de puntillas confiando en ver aparecer por el recodo que venía del río las moles calizas de las únicas “peñas” que hasta entonces conocía: las del cercano monte comunal propiedad de la Villa y Tierra de aquella pequeña ciudad castellana...
            La única diferencia entre aquellas peñas y estas de ahora era que los jóvenes que las formaban iban armados hasta los dientes con fusiles, pistolas o granadas, pero el espíritu jovial y festivo era prácticamente el mismo...
            La larga ruta hasta Bujaraloz, donde se instaló el Estado Mayor de la columna, estuvo lleno de incidentes. Como ya he dicho la mayoría de los vehículos iban sobrecargados y era pleno verano, así que los calentones estaban a la orden del día y cada cierto trecho podían verse coches o camiones orillados en las cunetas con un penacho de humo blanco saliendo del radiador. Más de una y más de dos juntas de culata se quemaron por falta de líquido refrigerante y la columna iba tachonando su paso por Catalunya y Aragón con los hitos de automóviles averiados que quedaban a la espera de algún mecánico que se apiadara de ellos. A mí me tocó en suerte conducir un camión Chevrolet con motor de 8 cilindros prácticamente nuevo, decomisado hacía pocas horas y que marchaba francamente bien. Traté de conducirlo a una velocidad moderada sin hacer caso a la vociferante turba que me exigía que pisara el acelerador...
            Poco después de llegar a nuestro destino participé en algunas escaramuzas en Siétamo, Farlete y Pina de Ebro. La sensación general era de euforia, quizá porque hasta ahora la cosa se había limitado a breves encuentros con tropas facciosas muy dispersas y poco fogueadas, apenas columnas de exploración, o por la poco decidida resistencia que en algunos pueblos nos presentó la Guardia Civil. Yo imaginaba que aquello no iba a ser todo, ni mucho menos. Estaba claro que el mando franquista no quería dispersar sus fuerzas, que se concentraban sobre todo en Zaragoza aunque sin olvidarse de las otras dos capitales mañas: Huesca y Teruel. Un anticipo de lo que vendría fue el ametrallamiento de un destacamento de la columna por unos pocos aviones rebeldes, lo que provocó una huida en masa.
            A poco de llegar a Bujaraloz, y antes de que se distribuyeran las centurias por el frente, me tocó hacer gala de mis habilidades como jinete. Se me encomendó formar un piquete de exploración a caballo con otros cuatro milicianos para ver de fijar un frente continuo. Estábamos dando buena cuenta de una excelente paella mixta (como las futuras Brigadas), es decir, de pollo y conejo (el marisco, en los Monegros, era más bien desconocido), cuando se acercó el mozo de cuadra con mi montura, un excelente alazán cerbuno. El mozo era caló y se había enrolado en Barcelona por la paga con la condición expresa de no disparar ni un tiro. Según me confió más adelante, creía que la guerra era cosa de payos, ¡La que habéih liao! En cuanto al Comunismo Libertario le parecía bien, pero decía llevar practicándolo toda su vida sin necesidad de sindicatos ni comités. Ez que loh payoh oh agobiai musho… Hay que reconocer que los romanís y los caballos siempre se han llevado bien, al jumento daba gusto verlo y lo tenía siempre bien cepillado, almohazado y pulcro, mehó que lah perzonaz, como él decía y razón que llevaba: no había más que vernos a las personas. Pero como la felicidad nunca puede ser completa el caballo tenía una pega. Para las descubiertas, formidable, rápido, resistente, pero en los desfiles… En los desfiles, era otro cantar. Por suerte no hacíamos muchos, aquello parecía el ejército de Pancho Villa, pero incluso el ejército de Pancho Villa alguna que otra vez ha de desfilar. Y a la Durruti le tocó hacerlo también. Cuando tomábamos un pueblo, por ejemplo. Lo suyo era que marcharan en cabeza -aunque fuera sin llevar el paso, porque lo que es el orden cerrado, se practicaba poco o nada- la plana mayor de la columna con Durruti y sus escoltas, luego el grueso de la tropa y al final la intendencia y la poca caballería que teníamos. Pero mi montura, Cardenal, (aunque yo la rebauticé como Saturio), sin que yo pudiera evitarlo iba adelantándose imperceptiblemente hasta ponerse a la vanguardia de la columna entre los silbidos, abucheos y pedradas de los milicianos, por más que le clavara el bocado en los ijares. La primera vez se achacó a afán mío de protagonismo, la segunda a una broma por mi parte, la tercera… Total que llamé a Perico, que así se llamaba el mozo de cuadra, y le pedí que me explicara el prodigio. El muy cabrón estuvo un buen rato riéndose a mandíbula batiente mientras se acariciaba expresivamente la barriga. Luego me confesó que Cardenal había sido montura de un comandante en Barcelona y estaba acostumbrado a ir en cabeza de cualquier columna que se formara, fuera esta confederal, falangista o nacionalsocialista si se terciara. Defecto este que no había manera de quitarle, ni con el rebenque. Me imaginé al comandante propietario de Cardenal / Saturio, desde el otro mundo (porque seguro que a estas alturas estaría requetefusilado) desternillándose a mi costa. Brindé por él. Sin rencores, comandante. Así que no tuve más remedio que ir a hablar con Durruti y explicarle lo que pasaba con el penco antes de que me fusilaran por culto a la personalidad o alguna cominería libertaria. Buenaventura también me enseñó lo bien que andaba de dentadura y me dispensó de que, en el futuro, participara en los desfiles. O que lo hiciera a peón, si no había más remedio. Por estas y por otras razones abandoné poco después la caballería y me encuadré en la centuria El Trabajo a la que se le encomendó la defensa de Alcubierre.
            A poco de llegar allí me plantee intervenir en la vida de la centuria buscando mejorar en algo nuestras condiciones de vida, que eran pésimas. Los milicianos, lejos de sus hogares, se dedicaban –en la medida de lo posible- a pasarlo en grande. Malvivíamos en una nave infecta que había albergado ganado y teníamos que ir y venir de ella a nuestro sector del frente andando por caminos de mulas. En las trincheras estaba sólo la gente imprescindible por lo que, de desencadenarse un ataque –lo que era más que factible, pues éramos uno de los puntos más adelantados en dirección a Zaragoza- era difícil por no decir imposible que llegáramos a tiempo de pararlo. Resultaba evidente que debíamos radicar nuestro cuartel en las inmediaciones de la zona atrincherada cuanto antes. También lo era que no podíamos seguir confiando en el rancho de la columna que llegaba invariablemente frío a nuestras líneas, cuando llegaba. Había que –nunca mejor dicho- hacer rancho aparte. Otro tanto podría decirse de las condiciones higiénicas. Cada cual hacía sus necesidades donde le pillaba y pronto las inmediaciones del improvisado cuartel se convirtieron en estercolero. Estaba la alternativa –muy “revolucionaria”, eso sí- de usar de excusado la iglesia del pueblo, quemada desde los primeros días de la guerra, pero incluso eso, a estas alturas, se convertía en una aventura temeraria repleta como estaba de malolientes minas personales.
            A la sazón yo era uno más y por eso decidí esperar a la primera asamblea de la centuria, donde pedí la palabra. Y una vez que la cogí tardé bastante en pasar el turno.
            Mi discurso, reproducido de memoria y con las licencias que el paso del tiempo me otorga, venía a decir así en lo sustancial:
            “Compañeros, antes que soldados somos trabajadores, pero antes que trabajadores somos personas: seres humanos. Y un ser humano, aunque esté enrolado en una centuria revolucionaria, o precisamente por ello, tiene derechos y  deberes y ha  de mantener cierto decoro para con sí mismo y para con los demás. Un revolucionario debe de acreditar serlo en todo momento y ante toda circunstancia. Y, como bien sabéis, la Revolución –y todo lo que de ella emane- ha de ser obra de los propios proletarios.
            Basta, pues, de quejarnos de la retaguardia o de la administración de la columna. Acción Directa. Hay muchas cosas que podemos hacer por nosotros mismos y sin contar con nadie. Si Robinson Crusoe, sólo en su isla, consiguió fabricarse un hogar confortable y asegurarse un buen pasar, calculad qué no podremos ciento y pico trabajadores curtidos en duras y largas jornadas ahora que ya no estamos explotados por el Capital.
            Necesitamos unos barracones decentes cercanos al frente para no tener que ir y venir todos los días con el consiguiente peligro de ser sorprendidos por los facciosos si nos atacan. No esperéis que de la retaguardia nos traigan vigas, ladrillos y argamasa. Pero nos rodean bosques de sabinas de imputrescible madera, esta misma tarde saldremos y os iré señalando los que pueden cortarse en las cercanías del pueblo. Para ello sólo necesitamos algunas sierras tronzadoras y hachas que nos prestará sin duda el carpintero del pueblo. Cuando tengamos bastantes cabrios y puntales, armaremos la estructura de los barracones y procedemos a su cerramiento. Para ello usaremos adobes secados al sol. Seguro que más de uno sabéis hacerlos y si no es así yo os diré cómo. En muy poco tiempo podremos tener cientos o miles de ellos con muy escaso trabajo. Para algunas partes de los edificios usaremos el zarzeado de ramas entrecruzadas, luego sellado también con barro, pues pesa menos que el adobe y es suficiente para los cerramientos interiores. Si hay piedra de sobra y a mano, haremos los cimientos y las bases de los  muros con ella, aunque por lo que he visto la zona abunda en canto rodado, pero incluso este puede partirse con mallos o macetas para hallarles una cara plana con la que asentarlos. Techaremos con bálago o paja aunque, o mucho me equivoco, a poco que visitemos las afueras del pueblo encontraremos majadas o parideras en ruinas con tejas que ya no necesitan y también en el propio casco urbano habrá más de una casa caída o sin dueño a la que no le importará prestarnos su cubierta.
            En cuanto a las necesidades higiénicas, que imagino que a vosotros como a mí ya os abruman, hay que excavar uno o más pozos negros donde vayan las aguas mayores y en un arroyo o manadero cercano haremos letrinas donde irán las menores. Sin olvidar abrir, río abajo, dos o más balsas de decantación donde las aguas se purifiquen y no lleven las miasmas a otros pueblos o guarniciones.
            Habrá que desviar algún curso de agua, si es necesario canalizándolo o fabricando un azud para regularlo, y disponer de agua corriente para nuestra higiene y demás necesidades. Esto lo agradeceréis en el futuro, pues extremar la limpieza es el único modo de combatir al azote de todo soldado en campaña: las liendres.
            Habrá que construir un rancho donde cocinar o, al menos, calentar las marmitas que nos trae la Columna, y, a ser posible, fundar un mínimo botiquín de primeros auxilios donde los heridos tengan algún socorro hasta que dé tiempo a evacuarlos.
            Vamos sucios, vamos rotos o descosidos, habrá también que establecer turnos para lavar la ropa colectivamente (lo que será mucho más fácil) e incluso para coserla o zurcirla. Si no nos dan jabón, lo fabricaremos con sosa, ceniza y grasa animal: a grandes males, grandes remedios. Y mientras tanto dispondremos de la espuma natural que nos regala la planta Saponaria de la que he visto muchos ejemplares en las riberas del arroyo.
            (Aquí imagino que se escucharían risas o incluso algún comentario ingenioso, y yo aproveché para sacar de los bolsillos de mi camisa aguja e hilo y explicarles que no se me caían los anillos ni me tenía por menos hombre por coserme un botón o zurcirme un roto de los pantalones).
            Como temo  mucho que vayamos a estar aquí más tiempo del que querríamos, tampoco estará de más que los más hábiles en cada cometido comiencen a plantar un huerto o preparen corrales donde puedan criarse gallinas y conejos.”
            Algo así debió ser mi discurso, que dejó a la mayoría extáticos y con los ojos en blanco. Pero pronto de la masa miliciana comenzaron a elevarse voces que se ofrecían como albañiles, carpinteros, yesaires, hortelanos, cuni o avicultores… Es cierto que surgieron también gritos de la haragana disidencia: que si aquí no hemos venido a trabajar, sino a luchar, que si para eso no hemos hecho la Revolución.
            En poco tiempo la centuria pasó a ser considerada como modelo entre las de la columna.  La mayoría se pusieron a la obra de buen talante y hasta rivalizaban en trabajar más y mejor lo que me demostró que en el hombre hay un ansia de creación innata, aparte del orgullo de ejercer cada uno su oficio, haciéndolo lo mejor posible y no necesariamente por el ansia de dinero. Cuando las necesidades fundamentales están cubiertas (y lo están con muy poco) es cuando el hombre puede dedicarse a lo que considera su vocación. Y mi experiencia es que rara vez elige el vicio o el ocio inútil.
            Como era de temer la tranquilidad no duró mucho. El frente no tardó en fijarse para mucho tiempo. Frente a nosotros se establecieron posiciones de los fascistas si bien la verdad es que no parecían tener muchas ganas de pelea. Este frente, hasta la ofensiva de Belchite, no tuvo mucho movimiento. Salvo Durruti que estaba obsesionado por la toma de Zaragoza, ni los facciosos ni los republicanos lo consideraban decisivo. Al menos no de momento.
            Si a poco de llegar a Alcubierre me convertí en un homo faber, ahora me tocaba  transformarme en hominis lupus, pues en eso consiste la guerra, en dar mulé al vecino en nombre de los mas sagrados principios antes de que él te apiole a ti en nombre de otras ideas que, él al menos, considera tan validas o más (más, más) que las tuyas. Contado así parece un ejercicio de lo más aséptico, casi casi un deporte. La realidad es mucho menos épica, por desgracia. No sé si en la Edad Media la guerra  tendría glamour (aunque yo creo que no) pero ahora, desde luego, no tenía ninguno. Tú coges a un gorrino, le quitas del anís (berrea un poco, pero en seguida se calla) y a continuación lo sajas de arriba abajo con un poco de cuidado y lo que aparece es chacinería pura: te relames. Ahora bien, un cristiano es cosa muy diferente y no voy a entrar en muchos detalles. Podría contar batallitas pero salí de la guerra sin un rasguño y no me avergüenzo de ello, todo lo contrario. Las únicas marcas que lleva mi cuerpo serrano y -a veces- sandunguero, me las hicieron los esbirros del SIM, pero esa es otra historia a la que ya llegaremos. Digo esto para señalar que no sé lo que es recibir un disparo, aunque me han contado que es como si te dieran un garrotazo. Al principio ni siquiera duele. Bueno, tiene su lógica, es un problema de pura física, el impacto de una bala que viaja a una  velocidad similar a la del sonido provoca un choque considerable, que normalmente te tira al suelo. En caza mayor se suelen usar calibres muy grandes porque detienen literalmente a la presa, al margen del daño que luego le causen. Pero aun el caso de un calibre de entre 7 y 9 mm el choque debe ser notable. Si el disparo te da en la cabeza es mortal de necesidad y si te da en las extremidades, con un poco de suerte y dependiendo de lo lejos que estés del camillero, te libras. Cualquier disparo en el tronco mata pues es inevitable –o casi- que interese a órganos vitales. Los tiros en la barriga dicen que son muy dolorosos (por no hablar de la penosísima agonía) y de ahí la costumbre –buena costumbre- de protegerse esta zona al avanzar con la culata del fusil. Si estás en una trinchera es raro que te den salvo en la cabeza y las posibilidades son muy remotas. En nuestra guerra, dada la baja calidad del armamento y la munición amén de la escasa preparación de nuestros tiradores, la verdad es que el peligro de ser alcanzado por el enemigo en un intercambio de fusilería fue remoto. Se calcula que algo menos de uno de cada dos mil disparos daban en el blanco, así que... Otra cosa es una ametralladora, claro está, o el fuego de la artillería, la aviación, las granadas de mano... De todos modos la nuestra fue una guerra de pobres, nada parecida a la Gran Guerra Europea. Estoy seguro que en toda la guerra española murieron menos soldados por arma de fuego que en una sola batalla del Somme, y hubo varias. Claro que si te pilla a ti...
            Aunque en nuestra centuria nadie estaba libre de hacer guardias por muy delegado que fueras yo traté desde el primer día de escaquearme de esa rutina y la verdad es que nunca me faltaron excusas. Otra cosa era cuando había acción, que en seguida me apuntaba porque, al fin y al cabo, había venido aquí para eso.
            Un día se nos sugirió en la reunión de delegados hacer algún prisionero para ver qué unidades teníamos enfrente. Me ofrecí voluntario y rechacé la colaboración de dos de mis hombres. Creía, y creo, que para un golpe de mano lo mejor es la discreción. Esperé a una noche cubierta ya con la luna en cuarto menguante y partí armado tan sólo con mi bayoneta, que solía tener en estado impecable y muy bien afilada. Fue la primera de mis salidas nocturnas, que con el tiempo llegarían a hacerse célebres, tristemente célebres.
            Avancé pegado al terreno hasta estar al lado de los parapetos enemigos. Había observado durante el día que no había ninguna alambrada en aquel sector que pudiera obstaculizar mi avance. Me mantuve un buen rato hasta que llegó el relevo, con lo que identifiqué por el sonido la situación de los dos puestos más cercanos. Entre ambos la trinchera dejaba un punto muerto junto a una encina bastante corpulenta que me ayudó a acceder al lugar elegido. Si mis oídos no me habían engañado la guardia enemiga estaba formada por regulares marroquíes así que fui avanzando hacia el puesto de mi derecha y cuando el centinela me dio el alto me hice pasar por el soldado del puesto más próximo y le pedí –en árabe- fuego para encender mi cigarrillo. Me jugué el todo por el todo pues si el moro de más abajo no fumaba lo hubiera pasado muy mal. No fue así y aprecié el brillo de su dentadura mientras me extendía el chisquero. Cuando quiso reaccionar estaba encima suyo y le golpeé en la sien con el mango de mi cuchillo. Silenciosamente lo incliné sobre la barda del parapeto y lo dejé caer, cruzando los dedos con la esperanza de no haberle estropeado la cabeza demasiado. Volví sobre mis pasos y salí de la trinchera del mismo modo que había entrado, por la discreta encina. Luego me cargué al regular a la espalda y regresé a nuestras líneas del modo más rápido y silencioso posible. Al moro lo interrogamos en el cuartel general, ya en Bujaraloz. El hombre estaba confuso, todavía no sabía muy bien qué le había pasado aunque demostró una gran presencia de ánimo. Por cierto que con aquel tipo tuve mis más y mis menos, como contaré a continuación. En principio no queríamos saber más que los datos que pueden exigírsele a un prisionero según la Convención de Ginebra, nombre, grado y unidad, pero aquel tipo, Messaoud ben Rahal se llamaba, resultó bastante parlanchín. Nos dijo que teníamos enfrente a la agrupación de Tiradores de Ifni y que poco más arriba estaban dos tabores de la Mehalla de Tetuán ¿Y más abajo? Más abajo los requetés, aunque no sabía de qué tercio (luego supimos que era el “Valvanera”). Aprovechando que conocía el idioma los compañeros me pidieron que tratara de adoctrinarle. Había en la Durruti y también en otras columnas del Frente de Aragón cierto número de árabes que luchaban a nuestro lado y se lo dije. Le pareció bien y me confió que él también lucharía a nuestro lado si la paga era buena. Entonces cobrábamos diez pesetas diarias que era mucho dinero, mucho más de lo que cobraban los nacionales, aunque los moros eran mercenarios y debían cobrar más que la tropa de reemplazo. Para él diez pesetas estaban bien ¿Cuándo empezaba? Nos pareció extraña tan buena disposición. Le pregunté que si iba a tirar contra sus compatriotas. No, eso no lo haría, pero sí contra los españoles. Aunque no le creímos del todo decidimos ponerle a prueba y lo enviamos con los compañeros del POUM no sin advertirles lo que sospechábamos. Dos o tres meses después me tocó hacer de enlace con la columna “Lenin[2]” y aproveché para preguntar por Messaud. Me dijeron que no había dado ningún problema. Que le habían tendido alguna que otra trampa a ver si se “pasaba”, pero nada. Quise verle y me saludó ceremoniosamente, por lo visto no sentía rencor del golpe que le di en la cabeza. Fue entonces, a mis preguntas, cuando me confesó que él a España había venido a matar españoles, que las diez pesetas bien estaban, pero sobre todo quería liquidar cuantos más infieles pudiera antes de regresar a su país. Me lo dijo inocentemente, sonriendo con toda la boca, y no supe que contestar o qué hacer. Al final dejé correr el asunto. Era un hijo de puta, pero mejor tenerle de nuestro lado.
            En aquella ocasión el golpe fue incruento pero me salió tan redondo que siempre que surgía alguna oportunidad parecida me apuntaba voluntario y como solía tener éxito pronto me consideraron un especialista. Actuaba sólo o acompañado, aunque mi especialidad era el golpe solitario. Trabajaba descalzo y, si el tiempo lo permitía, semidesnudo. Había pavonado con humo de asta mi bayoneta y nada de mi indumentaria reflejaba la luz. También solía tiznarme la cara y las manos, aunque generalmente mi piel estaba tan morena por el sol que no lo necesitaba. Solía pasar un buen rato antes de entrar en acción, en tierra de nadie, mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, y por los ruidos y los olores que traía el viento hacía mi composición de lugar. Se me desarrolló tanto el olfato que por la peste podía distinguir a un sargento de un brigada. Después seguía las anfractuosidades del terreno ocultándome detrás de la vegetación si la había. A veces me vislumbraban y me daban el alto pero me amagaba en el sitio, casi sin respirar, hasta que el centinela se tranquilizaba. Accedía a la trinchera y luego estudiaba a mi víctima hasta esperar el momento adecuado, entonces atacaba como una tromba, sin darle tiempo a encarar el arma. Antes de que pudiera gritar le había rebanado el gañote.
            Recuerdo que por aquellos meses tenía junto a mi cama El libro de la Selva de Rudyard Kipling:
            ¡Por nuestras claras, deliciosas noches
            en que libres corremos y cazamos!
            ¡Por el aroma matinal del aire
            que humedece el rocío no secado!
            ¡Por el placer de perseguir las piezas
            que locas huyen con terror incauto!
            ¡Por los gritos de nuestros compañeros
            que al vencido sambhur tienen cercado!
            ¡Por los dulces peligros de la noche!
            ¡Por el dormir de día, dulce y grato,
            allá en la entrada del cubil!
            ¡Por todo, guerra a muerte juramos!
            La degollación era el mejor modus operandi porque la víctima quedaba enmudecida al primer tajo, con la tráquea cortada. Luego la muerte, seccionada la carótida, suele ser muy rápida aunque a veces era necesario apuñalarles en el corazón.
            Cuando maté a mi primer centinela descubrí una experiencia para mí completamente nueva y nada desagradable. Llevaba razón Durruti cuando dijo que la guerra nos estaba convirtiendo en animales de presa. Ya lo escribió Friedrich Nietzsche:
            El que lucha contra los monstruos debe tener cuidado de no convertirse él mismo en un monstruo.
            La capacidad de suprimir en un organismo vivo y palpitante, caliente, todo hálito de vida en el transcurso de pocos segundos es una sensación de rara intensidad hasta en una persona estable y psicológicamente normal (si es que eso existe, que lo dudo).
            Cabe deducir, por tanto, que para alguien un poco psicopático como yo lo era esta vivencia podía resultar embriagadora y hasta adictiva. Al fin y al cabo la vida corriente no ofrece grandes atractivos cotidianos que puedan competir con eso.
            Es evidente que en la muerte por degollación hay un claro componente sexual. La víctima asume, lo quiera o no, un papel arquetípicamente pasivo, femenino, justo al mismo tiempo que el agresor, munido de un instrumento fálico, penetra activamente en el organismo agredido, que, de grado o por la fuerza, sufre sus efectos devastadores.
            La misma efusión de sangre, cálida, húmeda, produce una sensación catártica, relacionada probablemente con atavismos sacrificiales que podrían estar grabados en nuestro Inconsciente Colectivo. Hay algo liberador en ver manar la sangre y no hay que desdeñar su aroma a óxido, enervante de veras… Sólo se me ocurre compararlo con el olor de la tierra mojada cuando, tras un largo día de bochorno, comienza por fin a llover. Es algo grandioso...
            Y las fases de la agonía de la víctima pueden también recordar o sugerir el arrobo sexual del orgasmo.
            Los espasmos, la pérdida de la conciencia, las titilaciones musculares que preceden a la muerte, son, a la postre, un remedo de la experiencia sexual. Una terrible caricatura. No en vano los franceses, sibaritas de cintura para abajo (y para arriba también…) llaman al orgasmo, la petite morte.
            Y su final: el desmadejamiento total, tras el último tirón muscular, con la certeza de ser tú el autor de un cambio fisiológico irreversible. De asistir a un fenómeno que viene produciéndose desde el comienzo de los tiempos, algo geológico, telúrico, como el despertar de un volcán, como el rayo que surca el cielo cárdeno restableciendo el diferencial energético entre la nube y la seca tierra… Algo ha cambiado, ha tenido lugar una metamorfosis total, definitiva. Ya se sabe: Mors sola fatetur quantula sint hominum corpuscula[3]. Eso deja una sensación terrible, para la que la mente humana, afortunadamente, está apenas preparada, que la supera. Todo el proceso tiene algo de divino. Se ha establecido una facultad: la de causar la muerte.
            En conjunto: una experiencia de cuya voluptuosidad no cabe dudar ni por un momento.
            Y, como dice el clásico: Quisnam hominum est quem tu contentum videris uno flagitio[4]? Pues bien, sí, le di gusto al arma durante un tiempo. Hasta el punto de que comenzaron a correr leyendas y consejas en el bando enemigo, según luego supe. La leyenda del Tarmangani[5], debido a mi desnudez. Cuando relevaron a los moros llegaron los requetés y también tuve que cargarme hasta a tres en una noche cuando a alguien se le ocurrió que había que hacerse con un mortero de trinchera que tenían y con el que no dejaban de tocarnos la moral todas las tardes. Eliminé a los tres centinelas y antes de que echaran de menos su falta pasó un pelotón nuestro y entró a la bayoneta en la paridera donde guardaban el mortero y su munición. Cuando quisieron reaccionar ya estábamos de vuelta a nuestras líneas. A partir de ese día fuimos nosotros los que les dimos a ellos cibera.
            Como quiera que mi fama de meapilas me había precedido en Bujaraloz vinieron unos a provocarme un día que estaba de permiso en el bar con unos compañeros. Eran dos de las Juventudes Libertarias de Sans que iban de comecuras y no se les ocurrió más que invitarme a una expedición con el proyecto de meter fuego a una ermita cercana y fusilar al santero si lo encontraban. La cosa iba con segundas, claro, porque sabían mi respuesta de antemano.            
            -Mejor estarías en el frente matando fascistas.
            -De esos ya matamos a diario, en los permisos nos divertimos más pintando iglesias de negro. Si quieres te traemos la cruz, o los huevos del cura...
            -Si de verdad os gusta tanto arrancar cruces yo os aconsejo que consigáis unas cuantas de estas. Tienen mucho más mérito.
            (Tras lo cuál saqué del bolsillo de la guerrera tres detente bala de los carlistas que me había apiolado últimamente y los clavé encima de la mesa con mi puñal)
            -¿Son de verdad?
            -Compruébalo, y os voy a decir una cosa, si me entero de que esa ermita que decís, o cualquier otra de la comarca, ha ardido o que le habéis dado el paseo a algún cura más, os buscaré y tendréis un buen rato de conversación con Maese Cuchillo, ¿Os parece, compañeros?
            Fue suficiente.
            Se ha achacado al capitán Farrás la culpa de que la columna se quedara inmóvil frente a Zaragoza pero yo lo dudo. Primero porque tengo a Farrás por una persona leal y de clara trayectoria antifascista y segundo porque el mapa de la situación no permitía la aventura de avanzar sobre Zaragoza sin un mínimo de cobertura artillera y aérea. Los escasos aviones de que disponía Durruti, dispares, anticuados, mal pilotados, no podían garantizar el éxito. Luego, a posteriori, a toro pasado, es muy fácil decir que probablemente en aquellas primeras semanas de la guerra Zaragoza apenas tenía guarnición y que un ataque decidido hubiera permitido conectar con la esporádica –y agónica- resistencia de los obreros aragoneses de la capital. Puede que hubiera sido así, pero eso entonces ninguno podíamos saberlo. Y los pocos datos de los que disponíamos no permitían albergar tantas esperanzas. Más bien todo lo contrario.
            Pero la situación no podía ser más enervante. Con Zaragoza a la vista y probablemente a tiro de cañón de haber dispuesto de artillería pesada y sabiendo, como sabíamos, que nuestros compañeros estaban siendo exterminados miserablemente por los fascistas... No quiero buscarme excusas pero creo que en mi vesania homicida de aquellos días tenía esta base y esta motivación. Otra cosa es que luego encontrara en aquella forma de asesinato un placer inconfesable y algo taurino por cuanto nadie, ni mis peores enemigos, podrían discutir que yo corría grandes riesgos en aquel modo de matar tan opuesto a la comodidad casi burocrática de la trinchera.
            Entre los compañeros zaragozanos y la libertad y la vida que nosotros les queríamos entregar se alzaban los turbantes y escapularios de regulares y requetés. Había que pasarlos a cuchillo, literalmente, para encontrar el camino a través de aquel laberinto de trincheras, filferro[6] y nidos de ametralladoras. Y yo, nuevo Teseo, salía casi cada noche a cortarle el cuello a un Minotauro siempre redivivo y siempre en pie, con algo de brote vegetal, de rizoma, que no sólo no menguaba sino que parecía crecer con mis regulares podas...
            No es raro que Durruti pensara en mí para engrosar las mesnadas de Los hijos de la noche, comandos suicidas en los que a veces –hoy ya se puede decir- solía integrarse él mismo. Recuerdo una noche, cuando Buenaventura regresó de Madrid, serían mediados de octubre del 36, completamente decepcionado de sus gestiones ante Largo Caballero para que le fueran entregadas armas a la columna y, lo que es peor, con el sabor acíbar de la traición que Abad de Santillán cometió –a su juicio- abortando el golpe de mano de la columna Tierra y Libertad para hacerse con el oro del Banco de España. Durruti vino aquella noche con nosotros y entró en Zaragoza, como nosotros habíamos hecho ya varias veces para contactar con lo que quedaba de la resistencia obrera maña, cada vez más exangüe. Aquella noche, ahora me doy cuenta, Durruti buscaba la muerte, la muerte que encontró un mes más tarde en Madrid. Sólo así se explica su temeridad suicida, su ciega resolución, lo fúnebre de su actitud, lo sombrío de su rostro. Todos lo comprendimos, o lo intuimos, pero no nos importó. Allí hubiéramos todos aceptado la muerte, la más honrosa de las muertes, junto al hombre que habíamos jurado (en la intimidad y sin alharacas ni ritos) defender hasta el último aliento.
            Devotio Ibérica, Céltica Fides, frente a la ciudad de los celtíberos ulteriores...
            Pero mientras nuestras almas vibraban al unísono y nuestra personalidad se curtía y depuraba en el crisol doloroso de la guerra y de la fraternidad proterva del frente, otros, en la retaguardia, no se privaban de conspirar contra la Revolución.
            Fue, por lo visto, Joan Comorera, quien pronunció en esos días heroicos la frase más cainita y con peor mala fe de cuantas he escuchado en esta horrible contienda. Se le preguntaba si había que mandar más armas y fuerzas al frente de Aragón para conquistar Zaragoza y él respondió: Antes de conquistar Zaragoza, hay que conquistar Barcelona.
            En esta frase se compendia el proyecto comunista que maduraría en Mayo del 37. Para el Kremlin era mucho más importante dominar la Revolución cuyo eje de inflexión estaba en Barcelona, que facilitar el fin de la guerra tomando Zaragoza. Los españoles de ambos bandos tuvimos la mala suerte de que ninguno de los que tiraban de los hilos a ambos lados del frente (Franco y Stalin) tuviera ninguna prisa en terminar la guerra. Querían antes asegurar su posición de poder y no les importaba a costa de cuantos muertos –propios o contrarios- fuera...
            La lección de Durruti, vista desde la posteridad, no fue sólo la de su heroísmo, que nadie discute ni pretende arrebatarle (salvo, quizá, quien podía hacerlo: Juan García Oliver), sino la de que las guerras no las ganan los militares, que las gana el pueblo. Que es la Movilización Total de las masas revolucionarias la que puede vencer al ejército y no el esfuerzo monstruoso y antinatural de crear un ejército regular de la nada, cosa que se pretendió y falló. No hacen falta galones ni jerarquías sino el esfuerzo callado del miliciano que sabe por qué lucha y qué defiende. La guerra, el futuro lo demostrará, se gana en las mentes y  en los corazones. Y es allí también donde se pierde. Donde se perdió…
            Lo más increíble de cuanto he vivido en los últimos años es la confesión palmaria del bolchevismo que reconoció que era más eficaz la economía de lucro capitalista que el socialismo. Si el capitalismo es más eficiente para hacer la guerra, también lo será en la posguerra. Su teoría, la teoría del Kremlin, contradecía todo lo conocido con anterioridad: que los estados, para vencer en la guerra, se sovietizan, se socializan. Hasta los más fervientes estados capitalistas, en el trance de la Guerra Total, se vuelven socialistas, laminan los intereses privados, nacionalizan las empresas y tratan de dinamizar las voluntades con –al menos- la promesa de la Revolución. Aquí se intentó lo contrario. No funcionó.
            Cuando Buenaventura nos dio la mala nueva de que parte de la columna debía partir para Madrid al principio no quise seguirle. Era evidente que la acción no correspondía a las necesidades de la guerra sino a motivaciones políticas en el peor sentido de la palabra. No dejaba de constituir una ironía que el Gobierno considerara Madrid indefendible y que a continuación mandara las mejores unidades a salvarlo (mientras él se retiraba a Valencia). Ahora veo que uno de los errores más graves de la guerra fue la obsesión por conservar Madrid. Si sumamos las bajas que nos costó defenderlo en Octubre-Noviembre del 36 y luego las batallas por el Jarama, Brunete,  y Guadalajara, vemos que por ese caudal fluyeron –para no volver- las mejores energías de la República. Por Madrid se perdió Zaragoza y luego Málaga, por Madrid se dejó caer el Frente Norte, por Madrid se atacó Teruel y en la reacción a este ataque Franco se plantó en el Mediterráneo. ¿Y qué era Madrid? Un ocioso lugarón sin apenas capacidad industrial al que había que alimentar desde fuera a costa de muchos sacrificios. Pero Madrid era la “capital”, Madrid eran las embajadas, Madrid era el Estado... La República, entretenida con Madrid, dejó España en manos de Franco.
            Sin embargo yo seguí a Durruti. Como la mayoría de sus hombres había signado un pacto no escrito. Este pacto entre el caudillo y su hueste tiene un carácter personal, individual, y sólo se rompe con la muerte del líder. Los guerreros quedan unidos (soldados: soldurii) a la suerte de su jefe y no pueden liberarse sino al caer este. La firmaron con su sangre los hombres de Viriato y de Sertorio y también los de Megara o Retógenes en Numancia. Aquel pacto solía terminar con la muerte colectiva de sus signantes buscada conscientemente en el combate.
            Con Durruti salimos para Madrid dos agrupaciones (la de José Mira y la de Liberto Ros) además de 3 centurias, la 44, la 48 y la 52. Con nosotros viajaban muchos mineros especialistas en dinamita, cuya ayuda íbamos a necesitar.
            Las comunicaciones entre Aragón y Madrid estaban cortadas por el saliente o espolón de Teruel, ciudad en manos de los facciosos desde el comienzo de la guerra, lo que nos obligaba a un desvío por Barcelona y Valencia. Cuando la Durruti (o parte de ella) sale hacia Madrid esta escala tenía doble sentido porque en Barcelona nos esperaba lo que confiábamos fuera un importante envío de armas rusas. Era la primera entrega de las tan esperadas armas pero la decepción que sentimos al verlas no pudo ser mayor. Ni siquiera eran rusas sino suizas y mexicanas en su mayor parte. Casi ninguna tenía utilidad bélica. Por lo visto los rusos habían actuado como intermediarios y cobrado fuertes comisiones por ello. Había winchester y mauser mexicanos, pero de calibre diferente al normal del ejército español y lo mismo pasaba con los mauser suizos, viejísimos y en muy mal estado. Hubo que cargar todo aquel material averiado en los vagones. De Barcelona partimos hacia Valencia en tren llevando con nosotros aquella ferralla. En Valencia Durruti se despidió de nosotros pues viajaba hasta Madrid en avión para ir adelantándose y preparándolo todo. A nosotros nos tocó viajar en camiones y autobuses ya que los facciosos habían volado la vía del tren. La tropa estaba agotada porque no había descansado desde que salimos de Aragón y el viaje en camión no ayudó precisamente a reponer fuerzas. Entramos en Madrid por Vallecas el 15 de noviembre, cuando la situación era ya insostenible para la República. Este barrio típico y popular de Madrid tenía fama de formar parte del Cinturón Rojo de la villa y la bienvenida que nos dieron los vallecanos, cordial y entusiasta, pareció confirmarlo. Al dejar atrás Vallecas y entrar en Madrid fuimos paqueados desde las ventanas de un edificio que por lo visto era la embajada de Finlandia pero además un refugio de fascistas. Sin pensárnoslo mucho y a despecho de las probables consecuencias diplomáticas, la asaltamos. En su interior descubrimos un verdadero arsenal de armas modernas, de las que nos apropiamos. Nuestro destino era un colegio entre Hortaleza y Ciudad Lineal al que llegamos cansadísimos. Poco antes que nosotros vinieron a Madrid los comunistas catalanes de la columna Libertad-López Tienda que en teoría debía quedar bajo el mando de Durruti, aunque sus jefes se negaron a permitirlo. Habían entrado en combate el día anterior y por lo visto con resultados desastrosos. Todos nos advertían que la dureza de la lucha aquí nada tenía que ver con las escaramuzas del frente de Aragón. Apenas pudimos descansar pues al ser tan dramática la situación del frente y al carecer el mando republicano de reserva alguna, la columna entró en línea a las dos de la madrugada del día siguiente, 16 de noviembre. Los  regulares, esos viejos conocidos míos, habían logrado cruzar el Manzanares y ahora se luchaba en los edificios inconclusos de la Ciudad Universitaria, zona de Moncloa. Ese era el punto de mayor peligro y era también el que Durruti había pedido para nosotros. Todavía combatían en ese sector lo que quedaba de la López Tienda así como varias brigadas internacionales. En la retaguardia, como mínimo refuerzo dispuesto a entrar inmediatamente en combate, esperaban dos columnas del Quinto Regimiento. En nuestro sector estaban las facultades de Medicina y Farmacia además de la escuela de Odontología y la facultad de Ciencias, donde Durruti situó su puesto avanzado. El coronel Rojo, muy en la línea de Ferdinand Foch[7], decidió que la situación era tan desastrosa que sólo procedía el ataque.
            Nuestro avance debería de haber coincidido con el de otras unidades de las brigadas internacionales pero su responsable, Kleber, decidió posponerlo unas horas con lo que nos encontramos en el centro de la acción casi en solitario. Para colmo de males nuestro avance coincidió con uno ya iniciado por el enemigo con lo que el choque fue espantoso, llegándose enseguida al cuerpo a cuerpo. Ya de madrugada habíamos logrado tomar el Asilo de Santa Cristina y el Clínico. Los facciosos tenían abundante apoyo artillero y aéreo aunque, ya amanecido, hizo su aparición la caza republicana, los famosos “Chatos” que produjeron varios derribos en las escuadrillas enemigas. Dos aviones cayeron en nuestras líneas, creo que eran biplanos Heinkel alemanes. A las once de la mañana aproximadamente un batallón del Quinto Regimiento apareció y nos ayudó a sostenernos en el Clínico, donde se luchaba planta por planta y arrojando granadas por los huecos de las escaleras. Se nos hizo imposible conquistar la facultad de Filosofía y Letras, pese a la llegada de refuerzos de otras unidades. Las pérdidas eran cuantiosas y nuestro estado de cansancio por el largo viaje no contribuía precisamente a mantener la moral.
            El 17 fue todavía peor, las concentraciones de fuego artillero eran muy densas así como la acción de la aviación alemana e italiana. Ese día atacaron los regimientos facciosos de Asensio y Serrano. A Serrano se le encargó recuperar el Clínico, pero para eso tenía que pasar por el Asilo de Santa Cristina, en nuestras manos. Ante la presión del enemigo el batallón del V Regimiento que estaba en el Clínico flaqueó y retrocedió, dejando a nuestros hombres solos. Por fortuna el delegado de la Durruti, Miguel Yoldi, al mando de un piquete los interceptó en Moncloa y les convenció para que regresaran. Así llegamos a la noche del 17 al 18, cuando por fin llega una centuria de refuerzo proveniente de la columna confederal de Cipriano Mera, bregada en la lucha y conocedora del frente madrileño. Durruti estaba impresionado de la dureza de la lucha y era continuamente bombardeado por peticiones de nuestros delegados que le pedían ser relevados. Las bajas llegaban a un 30 o un 40% en apenas dos días de combate. Muchas unidades estaban aisladas y no recibían alimentos ni atención médica. Llevábamos dos días sin apenas comer y el frío y la lluvia contribuían a la general desmoralización. Durruti visitó los puestos avanzados impartiendo consignas y promesas y nos pidió que resistiéramos un poco más, que la situación no podía ser peor pero que si conseguíamos aguantar donde estábamos todavía quedaba una esperanza. Fue una noche terrible, con cargas a la bayoneta en la oscuridad y con un goteo imparable de bajas por ambos bandos. Por desgracia el enemigo recibía constantes refuerzos. Nosotros no. De no ser por nuestros dinamiteros nos hubieran sin duda rebasado en varias ocasiones, pero las famosas Granadas FAI[8] demostraron su ya probada calidad defensiva.
            Al día siguiente continuaron los bombardeos y estaba claro que no aguantaríamos mucho más. Era una lucha contra reloj. Los hombres estaban como alucinados, en estado próximo al de shock por los continuos bombardeos y el fragor de las explosiones. Los ojos rojos, la mirada extraviada, los gestos imprecisos... No, no duraríamos mucho más...
            En la retaguardia Durruti trataba a toda costa de pactar un relevo y darnos el necesario respiro. Los  mejores hombres habían muerto o, como Yoldi, Manzana y Mira, estaban heridos. La prisa por ponernos en línea había sido fatal, ahora no había fuerzas disponibles para relevarnos y el comprobar cómo las unidades de internacionales o los batallones comunistas eran sustituidos regularmente producía en nosotros una sensación enervante de agravio comparativo. Pero Madrid no era Barcelona y las peticiones desesperadas de Durruti a los comités confederales para que le proporcionaran milicianos de refresco se toparon con la negativa. La CNT tenía, en Madrid, una fuerza que no llegaba ni al 30% de la organización catalana y sus efectivos disponibles habían sido ya movilizados tanto en unidades con mando confederal como en otras no confederales, de donde ya no podían ser retiradas. Los hombres que Durruti necesitaba o no existían o no estaban todavía preparados para la lucha. Había que resistir, no quedaba otro remedio, el frente comenzaba a estabilizarse y no era el momento de flaquear.
            Durruti fue al Ministerio de la Guerra y se entrevistó con Miaja y Rojo. Les dijo que de su unidad apenas quedábamos 400 hombres aptos para la lucha. Se le contestó que no había reservas, pero que de todos modos se intentaría relevarnos el 19. Habríamos de aguantar hasta entonces. También le dijeron que las próximas 24 horas iban a ser decisivas para Madrid. Si conseguíamos retener al enemigo en Moncloa la capital se salvaría, de lo contrario los moros llegarían a la Puerta del Sol en un día o dos a lo sumo.
            No quiero ser mal pensado pero curiosamente de todas las unidades que combatían en Madrid en ese momento la columna Durruti (o lo que quedaba de ella) era la única que se había negado a aceptar la militarización. Todas las demás, incluidas las confederales, habían asumido la estructura y los grados militares. La Durruti, por cierto, tampoco tardaría mucho en hacerlo. Pero Buenaventura no quería la militarización y pensaba discutir esta cuestión con otras unidades anarcosindicalistas. Para ello había convocado una reunión para ese 19 de noviembre. Mera proponía que todas las fuerzas libertarias de Madrid se agruparan en una sola unidad  bajo el mando de Durruti, pero este se mostró escéptico. Al fin y al cabo su intención fue siempre la de volver a Zaragoza cuya suerte le interesaba mucho más que la de Madrid. Mera tuvo que salir, reclamado por una cuestión militar, y la reunión quedó suspendida. Jamás se reanudaría...
            Había que terminar de tomar el Clínico, pues en algunos pisos se habían hecho fuertes los regulares. Para ello se contaba con las exhaustas tropas de la víspera apenas engrosadas por unas pocas decenas de milicianos que habían llegado desde Barcelona y la centuria de Mera que mandaba un tal Villanueva.
            La jornada del 19 estuvo marcada, como las anteriores, por la lluvia, el viento y el frío. Los facciosos estaban en los pisos bajos del Clínico y nuestros hombres quedaron aislados en las plantas superiores. Había que ayudarles.
            Esa misma mañana se cruzaron los dos famosos partes de guerra entre Mira (herido) y Durruti. Decían así:
            Camarada Durruti: Nuestra situación es desesperada; procura, por los medios que sean, sacarnos de este infierno. Hemos tenido muchas bajas, y por si eso fuera poco, son siete días los que ni comemos ni dormimos; por lo tanto, reconozco que físicamente estamos deshechos... Espero tu pronta contestación. Te saluda.
            Mira.
            Y Durruti le contesta:
            Compañero Mira: Reconozco vuestro agotamiento físico, porque el vuestro es el mío propio; pero ¿Qué queréis, amiguitos? La guerra es cruel. No obstante la situación ha mejorado. Vosotros tenéis que continuar en vuestro puesto hasta que os reemplacen, que será fácilmente hoy mismo. Os saluda.
            Durruti.
            A mi juicio sobraba el compadreo del amiguitos, algo extemporáneo en el contexto. Puede que Mira exagerara un poco con lo de los siete días y algo comíamos, de vez en cuando, pero en general esa era la situación. Y era insostenible. Y Durruti lo sabía.
            Lo demás es Historia. Como es sabido, finalmente, algunas unidades confederales se retiraron del frente. No fue una desbandada ni mucho menos, apenas unas decenas de muchachos incapaces de aguantar más que retrocedieron para buscar algo de comida, un trago de vino o un paquete de tabaco. Sin duda hubieran regresado en pocos minutos pero en aquel momento el efecto de su marcha resultaba desmoralizador por más que observáramos a diario comportamientos semejantes en otras unidades. Alguien fue con el cuento a Durruti que en ese momento debía partir para reunirse con los comandantes de otras unidades y este decidió, preocupado, acercarse al frente.
            Allí, frente a la Ciudad Universitaria, lo mismo que le había pasado a Yoldi pocos días antes, se encuentra con algunos milicianos que vuelven del frente y les convence para que regresen. A continuación se escucha un disparo y Durruti se derrumba sobre el vehículo que le había traído. Sobre estos hechos se han tejido decenas de teorías y como yo no estaba allí y he visto que los testigos ni siquiera se ponen de acuerdo sobre cosas tan rotundas y contundentes como la marca del coche, el número y los nombres de quienes le acompañaban, si el disparo fue uno o fueron varios, si se produjo desde pocos centímetros (a quemarropa) o a cientos de metros, etc. pues no voy a ser yo quien diga nada nuevo ni concluyente sobre el tema.
            Tan sólo haré una precisión sobre el famoso “naranjero” que pudo ser la causa de su muerte (aunque Durruti no solía llevar naranjero sino un revólver). Conozco bien esa arma porque la he usado en ocasiones.
            El llamado “naranjero” es una copia de un modelo alemán, el subfusil Schmeisser. La primera versión no tenía selector entre tiro a tiro y ráfaga, por lo que sólo iba a ráfaga. La segunda, ya fabricada en Valencia a partir de 1938, sí tenía selector, pero ninguna de las dos versiones tenía seguro. Por lo tanto la única manera segura de llevar el arma era sin montar. Había que montarla, tirando de una palanca, sólo antes de hacer fuego. Lo malo es que una vez que se ha disparado, salvo que se agote el peine, siempre queda montada. La causa es que funciona por inercia de masas, es decir, por el propio peso del cerrojo que se acciona con el retroceso del primer disparo. El peligro es que como muchas armas automáticas, puede “montarse” sola al darle un fuerte golpe contra el suelo o contra una superficie dura e incluso agitándola intencionadamente provocando el movimiento del cerrojo. Entonces el arma queda montada.
            Hay que pensar que dentro de un coche no pueden llevarse los mausers normales, que son muy largos y habría que sacarlos por fuerza por las ventanillas, ni siquiera los mosquetones, más cortos (arma de caballería o de cuerpos de seguridad), pero todavía demasiado largos. Quizá una tercerola –más pequeña aún que el mosquetón- sería más adecuada. Alguien que se desplaza con frecuencia en coche sólo puede llevar armas cortas: pistolas, o subfusiles, es decir, naranjeros. Hay, de todas maneras, muchas contradicciones en todo lo que se ha dicho. Durruti usaba un colt (parece que un regalo de libertarios franceses, comprado por suscripción popular) pero puede que sus acompañantes usaran subfusiles. No el sargento Manzana que estaba herido y llevaba el brazo en un cabestrillo, pues para usar un subfusil hacen falta dos manos.
            Otra contradicción es que si era el modelo primitivo, que únicamente disparaba en ráfaga, ¿como podía tener Durruti una sola herida? Pero Manzana confesó a García Oliver que hubo varios disparos. Esto es coherente pero, en principio, creo que todos los demás testimonios hablan de un sólo disparo. Sólo es posible en el caso de que en el arma quedara un único cartucho, resto de la última salva disparada, con lo cual resultaba indiferente que el disparo fuera o no a ráfaga. Juan García Oliver, sin embargo, duda, porque dice y repite que él jamás vio a Durruti empuñando un naranjero e ironiza sobre el asunto diciendo que se hacía acompañar siempre de un fotógrafo y que entre todo el amplio material gráfico jamás aparece el dichoso naranjero. Cosa que es cierta.
            Un mes y pico antes de acudir in extremis con su Columna, Buenaventura había estado en Madrid, primero clandestinamente y luego ya a las claras. ¿Cuál fue el motivo de su primera visita?
            Dice mucho de la perspicacia y de la formación intelectual de Durruti (por muy autodidacta que fuera) el que ya a finales de septiembre de 1936 se hubiera dado cuenta de los peligros que acechaban a la recién nacida Revolución y estuviera trabajando para disiparlos. Su conferencia en la cumbre con Largo Caballero, a quien Durruti consideraba –equivocado o no- el líder de la parte más sana del socialismo español, trató de despejar uno de los problemas con los que se encontraban las recién creadas milicias: la falta de armamento. Era un absurdo, pensaba Durruti, que las tropas fueran incapaces de alcanzar sus objetivos por falta de cañones, aviones o ametralladoras, cuando las arcas del Banco de España contenían una cantidad insospechadamente grande de reservas en oro y plata. Es curioso, ciertamente, que un país de tercera fila como era ya entonces España poseyera tales reservas, que en 1936 eran nada menos que las cuartas del mundo. Se ha dicho, y se piensa, que esta riqueza provenía de la época imperial, el oro de América, pero cualquier estudioso de la historia sabe que tales caudales pasaban directamente de los galeones a las arcas de los banqueros Fugger como pago de deudas previas de los reyes españoles. No, el oro procedía de los pingües negocios que España había efectuado durante la Primera Guerra Mundial. Pocos saben que las principales fábricas de motores de aviación de los aliados estaban en Barcelona y Guadalajara. Los motores Hispano Suiza, con bloque de aluminio, superaban a cualesquiera otros fabricados por Francia o Inglaterra y durante los años de la guerra se produjeron casi 50.000 unidades. Esto, unido a todo tipo de suministros alimentarios, textiles, etc. contribuyeron al enriquecimiento desmesurado de algunos.
            Durruti propuso a Largo Caballero que se encomendara a la Asociación Internacional de Trabajadores, que presidía Pierre Besnard, la adquisición en los mercados extranjeros de este necesario material de guerra. Así, al diversificar la fuente de los suministros, se evitaría lo que ya estaba a punto de suceder, que el Partido Comunista, apenas existente hasta el 18 de Julio, alcanzara una preeminencia injustificada gracias a ser el administrador del armamento soviético. En un primer momento Caballero pareció no sólo de acuerdo, sino que consideró doblar la cantidad que Durruti le había sugerido pero poco después se echó atrás inopinadamente. ¿La causa? El 4 de septiembre había sido nombrado ministro de Hacienda Juan Negrín, socialista de carné pero comunista de obediencia, quien tramó enseguida llevar los fondos españoles a Moscú. Negrín era, en efecto, miembro de la pantalla prosoviética Amigos de la URSS y despachaba casi a diario con el agente de la NKVD Rosenberg (luego fusilado por Stalin).
            Algo de esto se sabía o se sospechaba en los ambientes confederales y Durruti, hombre de acción, pensó enseguida un modo de impedirlo aplicando la Acción Directa libertaria. La plana mayor de la CNT aprobó el golpe de mano y encargó su ejecución a Diego Abad de Santillán, García Oliver y, por supuesto, Buenaventura Durruti. Santillán partió para Madrid, donde se estableció, y poco después se le unió Durruti, que viajó en un avión pilotado nada menos que por André Malraux. Es curioso que el centro de operaciones estuviera en un piso de Cuatro Caminos muy cerca de donde poco después moriría misteriosamente. La fuerza que debía respaldar la acción era la columna Tierra y Libertad, radicada en el frente de Madrid y formada por unos 6 batallones de combatientes anarcosindicalistas ya fogueados en la guerra. El sindicato de ferrocarriles de la CNT fue encargado de formar un convoy capaz de transportar la áurea mercancía. Hay que reconocer que Durruti tenía experiencia en asaltar bancos y también que muy probablemente hubiera bastado con la intimidación de la fuerza para que la escolta del banco hubiera entregado los fondos. De no ser así, había dinamita de sobra en los polvorines confederales. Durruti odiaba los enfrentamientos enconados y era partidario de la acción rápida y resoluta, por lo que es muy posible que hubiera conseguido su propósito y cuando el gobierno republicano hubiera querido reaccionar el oro viajaría ya hacia Catalunya de donde iba a ser muy difícil que volviera.
            Resulta gratuito especular con las consecuencias del golpe de mano, pero es inevitable pensar que una de las primeras hubiera sido que el peso del comunismo totalitario en España no hubiera pasado de testimonial, en proporción a su verdadera penetración social, que era muy reducida. Conservando la libertad de acción es muy probable que se hubiera podido conseguir más y mejor material en los mercados mundiales o incluso la creación de una industria de guerra, cuyos rudimentos ya existían en España. Hay que decir que el material soviético, aunque moderno en el 36, quedaría rapidamente obsoleto y no sería renovado hasta el fin de la guerra.
            El asalto se debía de producir en los primeros días de octubre. Con el oro en mano se conseguirían armamentos suficientes. Una vez armadas adecuadamente las columnas que sitiaban Zaragoza y Huesca, estas dos ciudades caerían y con un esfuerzo más se podría unir la zona del Cantábrico con el resto de la España leal. Aunque no fuera así, la ofensiva sobre Aragón haría que los fascistas levantaran el cerco de Madrid. Hay que reconocer que a Durruti le preocupaba mucho más lo que pasara en Zaragoza que lo que pasaba en Madrid.
            Sin embargo, nada de esto sucedió. Pocas horas antes de que el plan entrara en vigor su principal responsable, Abad de Santillán, se echó atrás. Abortado el asalto, sólo quedaba confiar en las buenas intenciones de Largo Caballero, pero Durruti, augurando que sus gestiones no progresarían, se marchó de Madrid. De alguna manera debió intuir que la Revolución estaba perdida y, con ella, la guerra.
            Efectivamente, pocos días después Besnard le confirmó que Largo Caballero se había desdicho y casi inmediatamente el Gobierno de la República publicó un decreto que obligaba a la militarización de las milicias populares. Faltaban muy pocos días para que el oro que Durruti no había podido rescatar saliera rumbo a Cartagena primero y a Moscú poco después…
            En noviembre la situación de Madrid, casi completamente cercado y con la cuña de las tropas regulares ya metida en plena Ciudad Universitaria, era angustiosa. El gobierno, incluidos los “ministros” anarcosindicalistas, abandona la ciudad. Largo Caballero el Lenin español, deja un sobre con instrucciones al jefe militar de la plaza, Miaja, con la orden de que no lo abra antes de las seis de la mañana del día siete de noviembre. Lo que le hubiera mantenido ignorante de lo que pasaba durante toda la noche. Por fortuna Miaja abre la carta y se da cuenta de que no iba dirigida a él, sino al general Pozas, jefe del ejército del Centro, mientras que su sobre estaba en manos de Pozas. Un error sin duda achacable a las prisas y al canguelo. Como Pozas estaba en su despacho, intercambian las cartas y se dan cuenta de que les han dejado solos frente a una invasión en marcha.
            La reacción del pueblo al enterarse de la vergonzosa y vergonzante huída es de indignación. Pero también de cierto alivio, la consigna del día es: ¡Viva Madrid sin Gobierno!
            Es sabido que Durruti no quería volver a Madrid, primero por el mal gusto de boca que le dejó el fracaso de su proyecto de apoderarse del oro y de otro porque pensaba que era mucho más interesante tomar Zaragoza. Pero las presiones del organigrama confederal fueron enormes. Quiero pensar que si su llegada se hubiera producido un mes antes muy posiblemente hubiera ayudado a dar un vuelco a la situación, reeditando, quizá, el fenómeno de florecimiento libertario que se vivió en Barcelona pocos meses antes. Su figura inspiraba confianza y el proletariado madrileño le adoraba.
            Para cuando Durruti muere la Revolución ya había periclitado, aunque el desplome completo tardaría en manifestarse varios meses.
            Su entierro dejó una impresión desoladora: era el fin de una época. La intención de hacerle unas pompas de hombre de Estado no podía ser más descarada, sólo faltaba su caballo marchando al paso tras el armón ¿quién sería el genio que dispuso que la banda municipal de Barcelona interpretara los acordes de la wagneriana Gotterdämerung? ¡Señores! Durruti no es Sigfrido y, si lo parece, ¿quién le ha traicionado?  Se calculó en doscientos, en trescientos mil, los asistentes al entierro, y alguien, aficionado a los records y a las comparaciones dejó escrito que ni en el entierro de Lenin hubo tanta gente. Y yo digo: no puede compararse, porque Lenin era el jefe de un estado ya asentado y Durruti no lo era. Pero basta… No puedo seguir razonando, se me desatan las lágrimas cuando recuerdo la cercanía de este hombre y sus palabras explicando que, en casa, hacía las labores del hogar, fregaba, cocinaba, o bañaba a su hija, o cuando pienso en que al morir no dejó ningún bien ni propiedad, salvo su panoplia escueta de guerrero o la modestísima petición de ¡100 pesetas! al Comité Nacional de la CNT. Basta. Seamos sinceros, no comparemos su entierro con el de Lenin, aunque fuera más multitudinario, sino con el de Koprotkin, que fue una especie de burla pomposa tramada por los bolcheviques para dejar bien claro que el anarquismo había muerto para siempre. Una mofa camuflada de respeto, que es el peor sarcasmo. Y así el sepelio de Durruti, que sellaba la muerte de la Revolución, anunciaba también la derrota de la Guerra Civil y proclamaba, por si alguien no se había ya dado cuenta, el canto de cisne de la anarquía, la muerte de la Primera Internacional, el triunfo póstumo y precario de Marx sobre Bakunin… Para mí fue el principio del fin, y el comienzo de mi definitiva decepción del género humano…
            Y fue peligro mayor caer en el durrutismo, pretender petrificar lo que era un movimiento hacia delante, que si se paraba moría. Y tras la muerte y el entierro multitudinario vienen, como en la vida real, las disputas de los herederos. Para el Partido Comunista si vivo era un problema muerto se convertía en un símbolo fácil de arrebatar a los libertarios, reduciéndolo a una expresión facial intolerante, una gorra de visera (o un gorrillo cuartelero con los colores confederales) y unas cuantas consignas sacadas de contexto. Pero otros, claro (y pienso en Balius[9] y en Los Amigos de Durruti) trataron de que su ejemplo –el de verdad- no cayera en el olvido. Todos se equivocaban, aunque en diferente sentido, porque ni los primeros podían apoderarse –impunemente- de una trayectoria tan clara ni los otros podían limitar a la influencia de Durruti el fenomenal impulso que surgió de la Barcelona libertaria del verano del 36, labor de cientos, de miles, de durrutis anónimos, fruto de una gimnasia revolucionaria que habían venido practicando –al menos- las tres últimas generaciones de anarcosindicalistas…






[1] Lo tocaron, y dejó de funcionar.
[2] Entonces formaba parte de esta unidad, que se convertiría en la División 29, el irlandés Eric Blair, luego muy conocido en los ambientes literarios por su seudónimo George Orwell. Por supuesto entonces nadie sabía quien era y sólo destacaba, según me dicen, por su elevada estatura. Volvimos a estar del mismo lado de la trinchera, aunque de nuevo sin llegar a conocernos, en los Fets de Maig, él defendiendo la sede del POUM en el Hotel Falcón. Blair se había alistado en las milicias del POUM por pura casualidad pero, cuando empezó el tiroteo de Mayo no dudó qué partido tomar. Escribe en su Homenatge a Catalunya: “quan veig un obrer de carn y ossos en conflicte amb el seu enemic natural, el policia, no m´haig de preguntar mai a favor de qui vaig” (Cuando veo a un obrero de carne y hueso combatiendo contra su enemigo natural, el policía, no tengo que preguntarme a favor de cuál estoy).
[3] Sólo la muerte pone de manifiesto lo poco que son los cuerpos humanos.
[4] ¿A quién has visto que se contente con un solo crimen ?
[5] Así llamaban las tribus de la selva a Tarzán en las novelas de Edgard Rice Burroughs.
[6] Alambre de espino, en catalán en el original.
[7] A él se le atribuye la siguiente proclama: Mi retaguardia cede, mis flancos han sido rebasados, mis comunicaciones están cortadas... ¡La situación es excelente! ¡Ataco! ¡Ataco! ¡Ataco!
[8] Botes de explosivo con una mecha corta.
[9] Jaime Balius, periodista y militante libertario. Procedía del sector más radical de la Esquerra. Fue detenido tras los Hechos de Mayo, aunque luego liberado. Murió en el exilio al terminar la guerra.